La Constitución es mi patria


Patriotismo constitucional

Ni banderas, ni escudos, ni religiones, ni ancestrales tradiciones (que como mucho tienen dos siglos). En una sociedad democrática y plural la Constitución es el punto de encuentro común, las bases para que todos podamos desarrollar nuestros proyecto personales y colectivos de manera pacífica.

La Constitución es la patria política, la polis común.El patriotismo constitucional,en la visión de Habermas, es la identificación y el compromiso con los valores de la Constitución, que nos hace ciudadanos y que nos reconoce derechos, pero también nos exige una activa participación y una serie de deberes cívicos.

La lengua, en este caso el español, es una patria global, que nos permite compartir marcos mentales con más de 400 millones de seres humanos. La lengua es la patria mental.

rNo soy de homenajes ni de celebraciones, pero valga  esta reflexión  personal ahora que la Constitución española cumple 40 años y por aquello de que uno no sabe si podrá celebrar los 50 (por los avatares políticos o la desaparición personal).

 Cuando estudiaba Derecho en los estertores del franquismo, estudiábamos y envidíabamos las constituciones de Italia o Alemania, nos explicaban instituciones como los tribunales constitucionales (una creación del genial Kelsen) o nos introducíamos con el emblemático libro de Elías Díaz en la idea del Estado social y democrático de derecho (pdf con un resumen del libro Estado de Derecho y Sociedad Dmocrática, de su autor).

Luego, en mis primeros pasos como periodista, aunque no hacía información política, seguí con pasión los debates constitucionales y vi con satisfacción como aquellas ideas estudiadas en la Facultad tomaban cuerpo en nuevas institucionales y, sobre todo, en una muy avanzada declaración de derechos civiles y políticos.

Hoy, 40 años después, la norma fundamental muestra un desgaste lógico, facilmente superable si el pacto constitucional se mantuviera vivo, pero no lo está.

El pacto constitucional

No hubo unas elecciones constituyentes, pero las de 1977 lo fueron de hecho. Las circunstancias económicas y políticas no podía ser más adversas: un terrible crisis económica, terrorismos varios, ejército y policía sin control.

Las diferencias entre las fuerzas constituyentes eran abismales, pero todos sabían que no se podía volver atrás, que no eran viables ni el franquismo ni la dictadura del proletariado, que había modelos de éxito, que nos encontrábamos en una determinada órbita geopolítica. Y, sobre todo, que la falta de acuerdo significaba el riesgo cierto del enfrentamiento civil generalizado. Por eso hubo pacto.

Unos cedieron cuando no les quedó más remedio, otros conquistaron todo el terreno que era posible. Las movilizaciones sociales fueron mucho más importantes que el cabildeo de los reservados de los restaurantes y Juan Carlos de Borbón no fue el agente decisivo, sino un navegador ambiguo sobre la marejada, pero es cierto que con él abiertamente en contra todo habría sido más difícil.

En mi opinión, hoy la relación de fuerzas entre conservadores y progresistas sería menos favorables para estos últimos.

Nuestra Constitución, a diferencia de la portuguesa de 1976, no promete abrir una camino hacia la sociedad socialista, pero establece los principios de libertad, igualdad, pluralismo y participación y -muy importante- asigna a todos los poderes públicos la función de hacer reales la libertad, la igualdad y la participación.

«Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.» (art. 9.2)

La declaración de derechos civiles y políticos (la Sección 1ª del Capítulo II) es avanzada, con reconocimiento de derechos entonces novedosos como la limitación de la informática para preservar la intimidad, o el derecho de acceso a los medios públicos de los grupos políticos y sociales representativos. Y sobre todo estas libertades públicas se convierten en verdaderos derechos subjetivos, con una protección judicial efectiva.

En ningún artículo se aprecian tan claramente los difíciles equilibrios como en el 27, que reconoce el derecho a la educación y la libertad de enseñanza y da base a la coexistencia de dos tipos de centros, los públicos y los concertados.

 Lógicamente, el desarrollo de estos derechos se remitía a la ley orgánica. Y ahí no siempre ha habido consenso y sí clamorosos incumplimientos de mandatos constitucionales. Un ejemplo, la ley orgánica que el art. 20 1.d) ordenaba no llegó hasta 1997 (Ley 2/97) y a la ley del secreto profesional todavía la estamos esperando (aunque la jurisprudencia ha llenado ese vacío).

En cambio, los derechos sociales y culturales quedaron rebajados a la categoría de principios rectores de la política social y económica, un marco de progreso, pero carente de una protección judicial efectiva, que se ha demostrado, sobre todo desde la Gran Recesión, como imprescindible.

Ciertamente, la monarquía fue una imposición, pero sin ella hubiera sido imposible el consenso. La monaquía parlamentaria, con un rey sin poder político, es perfectamente homologable. Pero ¡ojo!, los privilegios, los abusos y la identificación con los poderes económicos pueden poner en cuestión ese pacto, por mucho que un presidente de la República, en la actual fase de polarización, sería una trichera más de la batalla política y haría nuestro sistema todavía más inestable.

En el diseño institucional se copió de aquí y de allá. La moción de censura constructiva de la Ley Fundamental de Bonn. El Consejo General del Poder Judicial, del Consejo de la Magistratura de la Constitución italiana. El Estado autonómico es el desarrollo de los principios del Estado integral de la Constitución de la II República con aportaciones del federalismo alemán.

No, los consensos posteriores nunca fueron fáciles y hoy son casi imposibles. Pero el pacto constitucional se ha mantenido casi hasta ahora y eso nos ha permitido convivir y avanzar como sociedad.

La reforma de la Constitución

Nuestra Historia tiene muchas constituciones, pero pocas reformas constitucionales. Una reforma mantiene la misma legitimidad constitucional, los principios fundacionales, pero actualiza derechos y retoca, más o menos profundamente, las instituciones.

La Constitución requiere una reforma si no queremos que se degrade hasta hacerse inútil. Pero no nos engañemos, la mayor parte de nuestro problemas (la corrupción, el paro estructural, la deficiencias educativas, la degradación de los servicios públicos) no requieren cambios constitucionales y puede resolverse por pactos legislativos y, ante todo, por cambios en la cultura política.

Aquí un elenco de posibles reformas:

  • Derechos civiles y políticos. Retoques mínimos para adaptar, por ejemplo la privacidad al ecosistema digital, pero no abrir «melones» como el derecho a la educación y la libertad de enseñanza.
  • Derechos económicos y sociales. Conversión en derechos subjetivos exigibles ante los tribunales en la medida de lo posible. Una pensión, una prestación por dependencia o el derecho a una vivienda digna pueden ser reconocidos por los tribunales y su cumplimiento impuesto a los poderes públicos. El derecho a la negociación colectiva también. Pero ¿puede ser exigible ante los tribunales un puesto de trabajo?.
  • Regeneración democrática. Eliminación de aforamientos. Selección por mérito de los miembros de los órganos constitucionales y autoridades independientes. Refuerzo de las incompatibilidades entre mandatos políticos.
  • Monarquía. Eliminación de la prelación masculina. Eliminación de la inviolabilidad del monarca en actos privados, no en actos políticos que, por definición, no puede realizar, pues todos sus actos requieren la ratificación del gobierno y este es el responsable.
  • Laicidad. Lo más prudente sería no tocar el art. 16.2, pero denunciar los acuerdos con el Vaticano y hacer una nueva ley de libertad religiosa en la que quedara clara que la colaboración con cualquier religión lo es en la medida en que la acción de sus fieles e instituciones lo sea para hacer real la igualdad y la libertad. No cabe colaborar en el puro cumplimiento de los fines religiosos de un determinado credo, pero si prestaciones especiales (por ejemplo, menús particulares en establecimientos públicos) para respetar la libertad religiosa.
  • Encaje en la Unión Europea. Clarificar la jerarquía normativa con respecto a las normas europeas. Una reforma conveniente, pero no imprescindible.
  • Estructura territorial. Es la única reforma imprescidible, pero la más difícil, por no decir imposible. Apertura semántica a naciones en lugar de nacionalidades. Conversión del estado autonómico en estado federal. Conversión del Senado en cámara territorial con competencias exclusivas. Clarificación de las competencias entre el Estado central y las comundades federadas. Introducción de una cláusula de secesión: referedum con aprobación por mayoría absoluta del censo electoral, que solo se pueda celebrar cada 25 años.

La ruptura del pacto constitucional

No hay consenso para reformar la Constitución ni siquiera en asuntos menores en los que no hay desacuerdos profundos entre las fuerzas política, porque la oposición (cualquier oposición) en este marco de crispación no está dispuesta a dar ninguna victoría al gobierno (a cualquier gobierno). No digamos ya en los asuntos como la soberanía, la monarquía o los derechos fundamentales que requieren el proceso de modificación agravada: referedum, disolución de la cámaras, aprobación por las nuevas Cortes.

Nada queda del espíritu de consenso de la denostada Transición, que no era puro pasteleo, sino el convencimiento de que había que llegar a acuerdos porque nos jugábamos la pura supervivencia.

Defender la abolición de la repúbica, la independencia de Cataluña o la abolición de las autonomías no es, per se, una ruptura del pacto constitucional.  Es una propuesta de revisión radical, que exigiría un proceso constituyente.

Proponer la eliminación o recortes de derechos fundamentales es, en cambio, absolutamente incompatible con el sistema de valores de la Constitución, una propuesta que no puede ver expedito ningún procedimiento de avance.

Los independentistas catalanes han roto el pacto y la lealtad constitucional no por defender la idependencia sino por vulnerar la Constitución y los procedimientos que la garantizan. Esa ruptura y sobre todo la división social creada son muy difíciles de suturar. Alguna propuesta política habrá que realizar. No aceptarán una reforma federal, tampoco los nacionalistas vascos, que apuestan por el confederalismo. Solo una cláusula de secesión podría restaurar el pacto constitucional.

No hay término más manoseado que el de «constitucionalista». Las fuerzas que más alardean de ello son las que más han manipulado la composición del Tribunal Constitucional y otros órganos constitucionales, las que más derechos han recortado por vía legislativa.

No tiene sentido proponer, por tanto, frentes de fuerzas constitucionalistas. Los independentistas que han roto el pacto constitucional y la ultraderecha que quiere romperlo están o van a estar en los parlamentos. Cordones sanitarios frente a la ultraderecha solo puede funcionar en Francia, merced a su sistema centralizado, mayoritario a doble vuelta.

Será legítimo que a la izquierda y a la derecha se pacte con los que han roto o han querido romper el pacto constitucional, pero sin concesiones que supongan limitaciones de derechos o sean contrarios a los valores e instituciones constitucionales.

A España ya ha llegado la utraderecha neofascista que cabalga por Europa. Lo peor no es la representación que obtienen, lo peor es que los partidos de derecha aceptan su programa, sus propuestas dominan el debate público (con la complicidad de los medios) y el fascismo impregna poco a poco el imaginario social.

Sin frentismo, sin violencia callejera,  sin concesiones, sin una sonrisa ante un chiste machista, sin compartir ni un meme de odio, en movilizaciones cuando haya que defender derechos… ni un paso atrás, todos con la Constitución.

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Imágenes del mundo infantil


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Tablón de anuncios de un pueblo de Lérida. 19 de abril 2018. Foto del autor

Una imagen -dicen- vale más que mil palabras.

Recordé esta imagen cuando ayer en un telediario escuché a una madre de alumnos del Instituto de San Andreu de la Barca (Barcelona) pedir que la política quede fuera de las aulas. La declaración venía a cuento de la denuncia de la Fiscalía en la que acusa a los profesores de ese Instituto de hacer comentarios humillantes sobre los guardias civiles, padres de alumnos, que intervinieron en la represión del referendum del 1 de octubre.

No puedo estar más de acuerdo -pensé. En los espacios educativos no se puede adoctrinar. Pero luego fui matizando mi pensamiento. Al margen de lo que dijeran o no los profesores, de si humillaron a los chicos y sus padres y de si tales conductas merecen una sanción penal, está claro que los alumnos de Secundaria o Bachillerato tienen que conocer y discutir los problemas de su sociedad. Cuando las posiciones están muy radicalizadas pueden aparecer tensiones. La función de los profesores es dar  información no sesgada y lo más completa posible y neutralizar las tensiones, reconduciéndolas para construir valores comunes y puntos de entendimiento.

Vuelvo a la imagen. Los dibujos corresponden, sin duda, a niños pequeños, seguramente de primaria. No sabemos si dibujaron en la escuela o en su casa, animados por padres o profesores. Para todos aquellos que piensan que no existen tales «presos políticos», la foto es una prueba más de la intoxicación del independentismo desde la infancia.

Personalmente creo que lo que están mostrando es que esos niños se solidarizan con lo que perciben en su ambiente como un grave injusticia, lo mismo que lo hacen cuando se produce una catástrofe natural, un atentado terrorista o  viven una guerra. Los niños están expresando sus miedos, sus deseos, la conexión con su comunidad, lo mejor de sí.

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Dibujo infantil relativo al atentado de la sala Bataclan

La foto que encabeza esta entrada esta tomada en un pueblo de la Lérida rural, que prefiero no identificar. La Cataluña interior ha desconectado de España y la foto es una muestra más. La reconexión será difícil, si no imposible, pero pasa, en primer lugar por la normalización política.

Más que valer por mil palabras una buena imagen suscita mil ideas.

No se puede (ni se debe) intervenir TV3


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La aplicación del art. 155 de la CE para intervenir la autonomía de Cataluña es un fracaso colectivo del que España tardará muchos años en recuperarse. Se sabe como se entra (a veces me parece que ni siquiera eso), pero no se sabe como se sale.

Entre las medidas anunciadas, la posible intervención de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales  (CCMA) ha generado una condena casi generalizada entre periodistas y organizaciones sindicales de Cataluña y el resto de España.

El argumento más repetido es que sería como poner a la zorra a cuidar el gallinero: el gobierno Rajoy ha hecho un uso partidista de RTVE, como acreditan las reiteradas y documentadas denuncias de los consejos de Informativo de la Corporación. Pero prácticamente nadie ha recurrido a argumentos jurídico, que en este caso son esenciales.

 

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Extracto de la nota de prensa del Consejo de Ministros que decide activar el art. 155 CE

 

La Generalitat no puede intervenir la CCMA y, por tanto, tampoco el Gobierno

Como estuve tuiteando a lo largo del fin de semana, intervenir la CCMA no sería reestablecer la legalidad (uno de los objetivos que el acuerdo del Consejo de Ministros invoca para la activación del art. 155) sino vulnerarla. Parte  del ordenamiento jurídico son las leyes catalanas que encomiendan el servicio público audiovisual a la CCMA y establecen su autonomía funcional, sin que el Govern de la Generalitat, cuyas competencias vendría a asumir el Gobierno de España, tenga ninguna capacidad de intervenir su funcionamiento.

En la nota de prensa del Consejo de Ministros, cuyo extracto se recoge más arriba, se invocan las facultades de la Generalitat para garantizar la transmisión de información objetiva, veraz, plural, así como el conocimiento de los valores y principios constitucionales y estatutarios, citando dos (entre dieciséis) de las misiones  específicas de servicio público que el art. 26 de Ley 22/2005 de la comunicación audiovisual de Cataluña   impone a la CCMA, como prestador del servicio de gestión directa de la Generalitat. Ni este artículo ni ningún otro de la Ley 22/2005 reserva a la Generalitad competencia alguna de control o intervención sobre la CCMA. Muy al contrario, el art. 29 1 a) afirma expresamente su autonomía con relación al Govern en la gestión directa y ordinario del servicio público.

El Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC), órgano regulador de la comunicación audiovisual en la Comunidad Autónoma (L. 11/2007, art. 113) no tiene competencias ejecutivas sobre la CCMA (sí sobre los operadores privados), pero puede -y lo hace- emitir dictámenes sobre su cumplimiento de las obligaciones de servicio público.

La Ley 11/2007 de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (texto consolidado después de la reforma de 2012) adscribe a la Corporación al departamento de la Generalitat competente en materia audiovisual, para consagrar a continuación su independencia funcional (art. 3, puntos 2 y 3).

La gestión y dirección queda a cargo de un Consejo de Gobierno de 6 miembros, nombrados por un plazo de seis años por el Parlament,  que también elige entre ellos al Presidente. Ni uno ni otros pueden ser destituidos por el Govern y solo cesan por causas tasadas (inhabilitación, incompatibilidad sobrevenida, condena por delitos dolosos, art. 9.4).

En resumen, ni la Generalitat ni el Gobierno pueden nombrar ni cesar a los consejeros o al presidente, ni pueden darles instrucciones en la gestión del servicio público.

El art. 155 CE permite al Gobierno adoptar medidas para que el ejecutivo de la Comunidad Autónoma que incumpla la Constitución, las leyes o atente al interés general de España cumpla sus obligaciones. Su aplicación no puede dar cobertura a una vulneración de la leyes autonómicas legítimamente promulgadas que no sean contrarias a la Constitución, como es el caso. Otra cosa es dejar en suspenso el Estado de derecho.

No se olvide, además, que el servicio público se fundamenta en el acceso universal como vía para el ejercicio del derecho ciudadano a la información. Además, de modo directo se vería afectada la independencia y el derecho a informar de sus profesionales. La intervención de TV3 nos pondría al mismo nivel que la Hungría de Orban o la Polonia de Kaczyński.

La traición al servicio público

Entonces, ¿es independiente de hecho del Govern la CCMA? No, no lo es, como no lo es, RTVE. En ambos casos, sus consejos y presidentes son elegidos, de hecho, por sus respectivos gobiernos. En virtud de sendas reformas de 2012, en las que el PP y CiU se apoyaron mutuamente, los gestores se eligen por mayoría de 2/3, que de no alcanzarse se convierte en mayoría absoluta, lo que pone su nombramiento en manos de los respectivos gobiernos. La gubernamentalización ha redundado en manipulación, pérdida de audiencias y descrédito informativo. TVE y TV3 son -en expresión del profesor Bustamante- dos caras simétricas y deformadas del conflicto.

No sigo ni la televisión ni la radio pública catalana, por eso no puedo juzgar si son plenamente ciertas las denuncias de adoctrinamiento. La historia de TV3 hasta 2012 es de una relativa imparcialidad política institucional, mayor que la de TVE, salvo en el corto periodo 2006-2011.

En este momento, ambas radiotelevisiones públicas son claramente dependientes de la política informatica de sus gobiernos. En el caso de TVE las manipulacions son tan burdas que hasta el espectador más desapercibido las nota.

En TV3, dando por buenos los múltiples relatos y descripciones sobre sus informativos y programas, creo que la clave reside en que ha venido dando al procès el tratamiento de lo que Dayan y Katz llamaron «acontecimiento mediático de conquista», es decir la dramatización de una iniciativa política que pretende unir a la audiencia a su alrededor. Si en el análisis clásico de Dayan y Katz, estos acontecimientos mediáticos eran dirigidos por un personaje carismático, aquí el protagonista ha sido el poble de Catalunya.

Desde esta perspectiva, todo vale, ya no estamos ante manipulación sino ante mecanismos de agit-prop. En esta situación, poco valor tienen los análisis de contenidos como el del CAC, que valora el pluralismo (mayor en TV3 que en TVE) por las fuentes utilizadas. Cuando se construye la república independiente todo vale.

Tratamiento semejante al que puede dar TVE a la Fiesta Nacional, a la boda real (acontecimiento de celebración) o a la victoria de la selección nacional (acontecimiento de competición). Da igual que haya voces discrepantes, lo que cuenta es el tono general apoteósico y de «unidad nacional».

¡Ojo! No es que TV3 formatee la conciencia de los catalanes, es que expresa la división de la sociedad: la televisión pública aglutina a los más catalonaparlantes, independentistas y  votantes de Junts pel Sí y la CUP.

Todo esto no se soluciona poniendo a la CCMA a las órdenes de La Moncloa, muy al contrario: intentar que TV3 sea un clon de TVE es imposible y solo dará más argumentos al independentismo.

Lo terrible de todo esto es que redundará aún más en la deslegitimación del servicio público.

 

Otro referendum cortaría el nudo gordiano del conflicto catalán


Llevo muchos meses sin comparecer en este blog. Las razones, exceso de trabajo, vacaciones y -tengo que decirlo- un cierto cansancio. Hablar hoy de Cataluña, cuando prácticamente todo está dicho, es ya bastante inane. Valga esta entrada de desahogo personal.

En los próximos días nos jugamos la democracia y un futuro de paz y prosperidad para los próximos 25 años. Si una insurrección popular respaldara la muy probable declaración unilateral de independencia o si el gobierno recurriera a medidas de excepción habría terminado eso que algunos llaman el «régimen del 78» y que, con todos sus defectos, ha sido el período de democracia más dilatada de la historia de España.

Seamos optimistas. El referendum se celebra en medio de un caos organizativo, pero sin incidentes violentos. La participación no llega al 50% y los síes superan el 85%. Puigdemont proclama la independencia en medio de masivas movilizaciones. Y al día siguiente todo sigue igual. Ningún gobierno extranjero reconoce a la Cataluña independiente. Los empresarios siguen ingresando las cotizaciones en la Tesorería General de la Seguridad Social y la recaudación del IVA en la Agencia Tributaria. Las normas jurídicas, para ser tales, tienen que tener eficacia, ser acatadas por sus destinatarios. Y en el caso de la llamada de ley de transitoriedad eso solo es posible si se produce una insurrección popular, en medio de un enfrentamiento entre Guardia Civil y Mossos de Escuadra. Mejor no pensarlo.

¡Ay si se pudiera volver a empezar! Si pudieran borrarse las mesas de firmas del PP contra el Estatuto; el «Espanya ens roba»; la manipulación nacionalista de la Historia y la educación; la campaña de boicot a los productos catalanes; el recurso del PP ante el Constitucional; la manipulación de las inhabilitaciones de los magistrados del Constitucional; la sentencia derogatoria e interpretativa de partes (no sustanciales) del Estatuto; la manifestación contra el Estatuto; las movilizaciones de las Diadas; la cerrazón de ambas partes a un verdadero diálogo. Otro gallo nos cantaría si se hubiera celebrado un referendum, como proponía Rubio Llorente (¡en 2012!).

No, en las relaciones humanas, sociales y políticas no cabe el reinicio, el reseteo. No podemos empezar de cero. Mucho se ha perdido ya: la confianza entre Cataluña y el resto de España, una fractura difícil de cerrar dentro de la propia sociedad catalana. Veo a compañeros catalanes con los que he colaborado defendiendo la independencia y a otros en Sociedad Civil Catalana.  De ahí hay que partir, empezando por suavizar las tensiones.

No ayudan las sobreactuaciones de algunos jueces. Una cosa es incautar la infraestructura del referendum e incluso investigar y hasta procesar a sus responsables, y otra detenciones indiscriminadas o la prohibición de actos de propaganda, como ha ocurrido en Madrid, con la violación flagrante de las libertades de expresión y reunión. Mejor -más claro, más transparente- hubiera sido una suspensión de competencias autonómicas.

En el mejor de los casos habrá nuevas elecciones al Parlamento de Cataluña, que resultará en mayorías más cualificadas a favor de la independencia y el referendum. Y en este punto habrá que negociar. No la financiación autonómica o las inversiones. No, habrá que negociar unreferendum. No el referendum de autodeterminación de los independentistas, sino un referendum que deje clara la voluntad de los catalanes de iniciar un proceso de separación.

La pregunta podría ser «¿Quiere que Cataluña sea independiente y que para ello el Parlamento de Cataluña inste la reforma de la Constitución española?» Hace dos años me pronucié por incluir el poder de secesión en la reforma de la Constitución española (difícilmente se puede reconocer a Cataluña y no al resto de los territorios). Llegar a ese compromiso requeriría por parte de los independentistas detener el proceso insurrecional y por parte del resto de fuerzas políticas el compromiso firme de impulsar la reforma constitucional… pero dejando la última palabra a todo el pueblo español mediante un referendum final.

Si en ese primer referendum catalán (que podría incluir también como alternativa una oferta de reforzamiento del autogobierno) vence la opción de la independencia habría por delante un arduo camino lleno de obstáculos, pero con una hoja de ruta clara. Si se rechazarara, entonces quizás podríamos ocuparnos de los problemas reales: rescate de los perdedores de la crisis, lucha contra la corrupción y regeneración, transformación de la estructura productiva, adaptación al cambio climático, lucha contra la desigualdad, reforzamiento de los derechos civiles, políticos y sociales.

El referendum habría roto cortado el nudo gordiano.

Cataluña y el poder de secesión constitucional


No sé si la independencia de Cataluña que hoy de facto ha declarado el Parlamento de Barcelona podrá ser parada con métodos jurídicos, incluso con la puesta a las órdenes del Delegado del Gobierno de la policía catalana, en el marco de la suspensión de la autonomía. De lo que estoy seguro es que de ser así no harán sino aumentar los independentistas.

La resolución del Parlamento de Cataluña supone la apertura de un proceso constituyente, pero como todo proceso constituyente requiere de una nueva legitimidad, que en este caso una minoría (muy cualificada) quiere imponer a una mayoría de catalanes y al resto de los españoles. Habitualmente los procesos constituyentes siguen a las revoluciones; aquí el proceso es a la inversa, el proceso constituyente para seguir adelante tendrá que desembocar en un proceso revolucionario en el que a la coacción del Estado se responderá seguramente con una toma de control de los centros de poder por parte de las masas independentistas.

Puede que ya sea imposible una salida sensata, pero en todo caso ésta pasaría por reconocer un poder de secesión a las partes constitutivas del estado compuesto en un régimen federal. No se trata de reconocer un inexistente derecho a la autodeterminación ni articular su alternativa líquida, el derecho de decidir. Es simplemente buscar fórmulas para que las partes de un Estado pueda permanecer juntas conociendo en que condiciones se pueden separar.

Resulta aburrido recordar -todas las instancias internacionales lo han dicho- que el derecho de autodeterminación se refiere a aquellos territorios en manos de un poder colonial, o, que por extensión se encontraran en una situación de grave violación de los derechos fundamentales de cada ciudadano a su lengua, su cultura o  ser víctimas de un expolio económico. No creo que ningún observador externo entienda que esa es la situación de Cataluña.

Alternativo al derecho de autodeterminación se presenta el derecho a decidir, que se entiende como la imposición de una postura de una parte (decidida por mayoría) al todo. Se dice que si no se permite decidir sobre el futuro de un pueblo, y en cuanto ello supone una grave violación de los derechos fundamentales, la rebelión es legítima. El derecho a decidir -nos dicen- es la esencia de la democracia. Olvidan que la democracia es el gobierno de las mayoría en un marco de Estado de Derecho (imperio de la ley) que garantice los derechos fundamentales, la división de poderes y elecciones libres. Y con una Constitución que garantice que los pactos constitucionales en los que se asienta el Estado no son cambiados por una simple mayoría parlamentaria.

El sujeto de ese derecho a decidir es cada uno de los ciudadanos, no los pueblos, las naciones o los territorios. Los catalanes llevan ejerciendo ese derecho a decidir mediante multitud de elecciones generales, autonómicas y locales y de modo muy destacado a través de los referéndums sobre la Constitución y los dos sobre los Estatutos. Cierto es que resulta un disparate jurídico que una norma del bloque constitucional como es un estatuto pueda limitarse después de un referéndum ratificatorio por el Tribunal Constitucional; si acaso ese control debía de ser previo. En esa sentencia se encuentra la fuente de una buena parte de la desafección actual.

Creo que ninguna Constitución de un estado compuesto reconoce el derecho de autodeterminación de sus partes. Lo hacía la Constitución de la República Federativa yugoslava. Las distintas repúblicas lo ejercieron rompiendo Yugoslavia, pero el problema vino cuando las minorías de esos nuevos estados invocaron también la autodeterminación. El resultado es dolorosamente conocido. ¿Donde termina  ese supuesto derecho natural? ¿en la nación, en el pueblo, en la región, en la comarca, en el municipio, en el barrio, en el cantón?

En cambio, dos estados compuestos, Canadá y Reino Unido, han encontrado solución para el problema de que una parte significativa de la población no quiera vivir con el resto. En el Reino Unido (sin Constitución formal lo que simplifica las cosas) se logró por un pacto político. En Canadá, mediante la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de agosto de 1998, que en esencia falló que la provincia de Québec no tenía derecho a la secesión, pero que el gobierno central tendría que negociar con el de la provincia su separación si así lo manifestaran respondiendo a una pregunta clara una amplia mayoría de quebequenses.

Aquí estamos nosotros. El titular de la soberanía es el pueblo español, pero una parte significativa de catalanes quieren ejercer separadamente la soberanía. La solución es un estado federal que reconozca el poder de secesión a sus partes constitutivas.

¿Cómo conciliar la soberanía del pueblo español con la del pueblo de Cataluña? Con una reforma constitucional que en el marco de un estado federal reconozca la facultad de las partes de separarse. Si se sigue el proceso de reforma constitucional -aprobación por 2/3 de las cámaras, disolución, elección de Cortes Constituyentes y referéndum ratificatorio- los españoles pueden pronunciarse sobre ese ejercicio fraccionado de la soberanía nacional.

¿Qué requisitos debieran de reunirse para ejercer el poder de separación? Aprobación parlamentaria por mayoría de 2/3, sometimiento a referendum de la pregunta «¿quiere que su territorio sea independiente de España», que debería de recibir la aprobación de al menos la mitad más uno del censo electoral y, en su caso, negociación entre el gobierno del territorio y del gobierno central en el marco de unas reglas previamente establecidas por la Constitución. En caso de no ser ratificada la secesión no podría plantearse de nuevo en los siguiente diez años.

En ese estado federal cada territorio podría declararse nación, región histórica, tribu o clan si así le place y se inscribe en el respectivo Estatuto. Una u otra identidad no supondría más poderes, beneficios o asimetrías. Todos sabemos que nuestro estado de las autonomías es materialmente un estado federal, pero que carece de mecanismos de cooperación y adolece de un deficiente reparto de competencias y un deficiente sistema de financiación. Que esa reforma constitucional convierta al Senado en cámara territorial, delimítense competencias y si es necesario incorpórese el principio de ordinalidad financiera. Pero no se olvide que los derecho son de los humanos no de entelequias históricas.

Me sorprende que ninguno de los partidos que habla de una reforma constitucional en profundidad se refiera al proceso tan exigente y complicado que requiere nuestra Constitución. Pero no hay otro camino. La disolución de las cámaras, la convocatoria de Cortes Constituyentes y el referendum final no sólo garantizan el imperio de la ley sino que permite dar voz a todos los españoles, titulares todos y cada uno de ellos de la soberanía nacional.

No soy tan ingenuo como para pensar que las élites catalanes que han propiciado la rebelión constitucional estén o hoy dispuestas a aceptar esta vía de solución del conflicto. Y de otro lado no veo líderes ni fuerzas políticas con las ideas suficientemente claras para, por ejemplo, jugarse una mayoría parlamentaria disolviendo las cámaras y convocando Cortes Constituyentes. Ni tengo claro que los españoles aprobaran en referéndum una Constitución que incluyera el poder de secesión. Quizá primero tenemos que precipitarnos por el precipicio. Estamos en la orilla.

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