Cada año en la tercera semana de septiembre los neoyorquinos ven con resignación como las medidas de seguridad se acentúan cerca de los grandes hoteles y las calles y avenidas próximas al edificio de Naciones Unidas se cortan para dejar paso a las comitivas de los poderosos. Llega la Asamblea General, el único foro en el que todos los mandatarios del mundo pueden encontrarse y hablar al mismo nivel, con el mismo tiempo asignado. Lamentablemente, ese único órgano deliberativo común a toda la humanidad se ha convertido en un verdadero diálogo de sordos. Cada cual vende su producto sin ningún ánimo de diálogo y mucho menos de debate y lo vende más para su propia opinión pública -con la ayuda inestimable de sus medios nacionales- que para discutir los grandes problemas comunes. El presidente de Estados Unidos suele presentar la política planetaria de la superpotencia con todos los asientos llenos. El resto de los discursos son seguidos con menor o mayor expectación según el poder y la influencia del que habla. Las delegaciones escuchan los discursos de los amigos y los enemigos y se ausentan cuando no hablan ni unos ni otros. De vez en cuando Chávez con su encendida retórica criolla anima el cotarro.
Hace tres años la Asamblea vino precedida de una Cumbre Mundial. Lo más importante que salió de ella fue la aceptación del principio de la obligación de proteger. Sin embargo, quedaron en nada las promesas de hacer más eficaz los mecanismos de la ONU y, sobre todo, de reformar su estructura de poder, con una representación en el Consejo de Seguridad que recoja el peso creciente de las potencias emergentes. Este año, para evitar que cada cual coloque su disco rallado, la agenda de la Asamblea General recogía la revisión de los Objetivos del Milenio. De la reunión, en el mejor de los casos surgirá la renovación de un compromiso que ya parece imposible de cumplir en 2015, porque año tras año, los estados incumplen esos compromisos hipócritamente asumidos.
Pero la crisis financiera -¿farsa o tragedia?- se desarrolla al otro extremo de Manhattan, en Wall Street. Quiebran los bancos de negocios y los que quedan se convierten en comunes bancos comerciales y el Tesoro de Estados Unidos promete una intervención que puede llegar a un billón de dólares (o un trillón si utilizamos la denominación anglosajona) para aislar los «activos tóxicos» -lo que antes se llamaban «productos financieros creativos». (Por cierto vale la pena ver este vídeo de humor británico, brillante y esclaredor, que conozco por el blog de Miguel Ángel Idígoras).
Si para algún senador republicano todo esto no es más que «socialismo financiero», el economista Stiglitz pone las cosas en su punto y dice que lo que ha sucedido la semana pasada equivale para Wall Street a la caída de su particular Muro de Berlín; la semana en la que todo ha cambiado y han quebrado todos los dogmas neoliberales. Lógicamente, una crisis que es una crisis de sistema, no podía estar ajena a los discursos. Pero en la mayor parte de los casos no ha habido más que palabras vacías que demuestran, una vez más, la falta de visión de los líderes que gobiernan el mundo. Los más pobres han recordado que con la décima parte de lo ya gastado en salvar a las entidades hipotecarias se podría haber cubierto buena parte de los Objetivos del Milenio.
Y luego cada cual ha seguido con su rollo. He escuchado la última parte del discurso de Álvaro Uribe en el Canal 24 Horas de TVE. (Los discursos y ruedas de prensa puede seguirse en la webcast de Naciones Unidas). La página de la presidencia de Colombia resume justamente la parte del discurso que no he oído, en la que defiende los logros de su «política de seguridad democrática» y esgrime la disminución de los asesinatos de sindicalistas, que por las vías alternativas que nos llegan de Colombia siguen siendo casi diarios. (Curiosamente cuando busco el enlace a ese resumen ha desaparecido, y en su lugar se destaca el agradecimiento a Evo Morales por una admonición a las FARC). En la segunda parte, que sí he visto, Uribe ha comenzado diciendo que «tan importante como la crisis financiera es la crisis medioambiental». Y aquí se ha extendido en sus éxitos en la materia y ha puesto un ejemplo que, como poco, me parece desafortunado: las excelencias de la palma africana, un cultivo -ha dicho-que da sombra y protege el suelo. La realidad es que esta planta ajena sembrada por multinacionales coloniza miles de hectáreas de selva, por ejemplo en la región del Alto Atrato, destruyendo la diversidad biológica y todo ello previa expulsión de los campesinos por los paramilitares, por mucho que ya no se llamen así. ¡Cuánta hipocresia!.
Mientras los discursos siguen en la Primera Avenida con la calle 42, el mundo sigue girando. Nada será igual después de esta semana. ¿Dejará el neoliberalismo paso al neokeynesianismo?.
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