Inviolabilidad, presunción de inocencia y rendición de cuentas


abdicación

Acto de Abdicación de Juan Carlos I (2014)

En estas semanas de crisis, los defensores de la Monarquía, después de resaltar los servicios de Juan Carlos I en la instauración de la democracia, terminan su argumentación apelando a la presunción de inocencia: hasta el peor criminal tiene derecho a ser considerado inocente en tanto no se pruebe lo contrario, no se puede, por tanto, imponer ningún tipo de sanción (como un destierro de hecho) a quien ni siquiera está formalmente investigado o imputado por los tribunales de España o Suiza. Deje la opinión pública en paz al Emérito -dicen- que tiene derecho a la presunción de inocencia.

Parecido argumento han venido invocando políticos y partidos cuando se han visto afectados por cualquier escándalo. Mientras no haya condena firme no se está dispuesto a asumir ninguna consecuencia política. El verbo dimitir se conjuga muy raramente en España. Esta invocación de la presunción de inocencia no es más que un rechazo a la rendición de cuenta a la que está obligado todo personaje público. Puede que la única excepción haya sido Demetrio Madrid, presidente socialista de Castilla-León entre 1983-1986, que dimitió antes de ser imputado por un presunto delito social en el marco de un conflicto laboral, del que fue finalmente absuelto.

La presunción de inocencia (art. 24.2 CE) es una garantía esencial en el proceso penal. Nadie tiene que demostrar su inocencia; por el contrario, son las acusaciones (fiscal, particular o popular) sobre las que pesa la carga de la prueba. La presunción de inocencia es una presunción iuris tantum, capaz de quedar anulado por la prueba en contra. Prueba de cargo, que demuestre la perpetuación del hecho delictivo y la participación del acusado. Prueba obtenida legítimamente en el proceso. Prueba que convenza al juez, más allá de toda duda razonable, de la culpabilidad de la acusado, de modo que si existe duda no se le puede condenarse (in dubio pro reo).

El proceso penal es garantista.  Cuando la investigación de los hechos delictivos apunta indiciariamente a unos o varios autores, estos adquieren la condición de investigados (antes imputados), lo que supone que, a partir de ese momento, pueden acceder al procedimiento asistidos de abogados. Lo que es, en esencia, una garantía procesal, no deja de ser un señalamiento probable de responsabilidad penal, de la que podrían derivarse consecuencias políticas y que, en cualquier caso, influye sobre el juicio de la opinión pública.

Las garantías procesales están justificadas porque  están en juego bienes esenciales: la vida, los derechos, el patrimonio de la persona lesionada; la libertad, los derechos, el patrimonio del presunto culpable. Pero la responsabilidad penal no agota la debida rendición de cuentas de todos aquellos que realizan acciones de trascendencia pública: responsabilidad administrativa, deontológica, política. Y en último término resta el juicio de la opinión pública.

El Rey, el Jefe del Estado, es inviolable y no está sujeto a responsabilidad y sus actos tienen que estar siempre refrendados (art. 56.3 CE) por el Presidente del Gobierno o los ministros en el que este delegue (art. 64 CE) y de sus actos serán responsables las personas que los refrenden. Se ha discutido estos días si esa irresponsabilidad se limita a los actos públicos o alcanza a los actos privados, y la opinión mayoritaria, sostiene que afecta a todos sus actos. Si es así, si no se puede juzgar a Juan Carlos de Borbón, al menos entre 1978 y 2014 ¿qué sentido tiene invocar la presunción de inocencia de quién, de entrada, es irresponsable?

Ningún Jefe de Estado, monárquico o republicano, puede ejercer sus funciones de máxima autoridad representativa sometido a un proceso judicial. Pero las diferencia entre monarquía y república son aquí esenciales:

  • Un presidente republicano es responsable de sus actos públicos.
  • La magistratura republicana es transitoria, mientras que la monárquica es vitalicia, lo que permite que un expresidente tenga que dar cuenta ante los tribunales por sus actos anteriores a su presidencia, como ocurrió, por ejemplo, con Jacques Chirac, por el caso de los falsos empleos cuando era alcalde de París.
  • Son muchas las constituciones republicanas presidencialistas (no las parlamentarias) que establecen algún procedimiento de responsabilidad política ante tribunales especiales formados en el seno del poder legislativo, como en el caso del impeachment.
  • La inviolabilidad de nuestra Constitución no deja de ser una última reminiscencia de la medieval legitimidad divina del monarca y una consecuencia práctica de la teoría de los dos cuerpos del Rey, una física y mortal y otra mística e imperecedera.

En la comparación de las dos formas de jefatura del Estado, la republicana y la monárquica, partiendo de que ambas son meramente representativas en el régimen parlamentario de un Estado de Derecho, se alega a favor de la monárquica su estabilidad, su independencia de los partidismos políticos y en contra, su carácter hereditario, que hurta a los ciudadanos el derecho a elegir la máxima magistratura. Pero creo que el caso de Juan Carlos I demuestra como la monarquía tiene un problema difícil de resolver en cuanto a responsabilidad y dación de cuentas.

En una sociedad abierta la vida privada de los personajes públicos está sometida a escrutinio, mucho más justificado cuando la magistratura monárquica se propone como imagen simbólica de unidad nacional. En todas las monarquías parlamentarias europeas la vida privada del monarca o de los miembros de la vida real ha sido en el último siglo fuente constante de conflictos. Todas reciben una dotación presupuestaria para el ejercicio de sus funciones, pero sus patrimonios privados no son siempre transparentes y se entrecruzan con el patrimonio nacional (véase el caso de la Corona británica).

No puedo a entrar aquí en el papel de Juan Carlos De Borbón en la Transición. El relato oficial le presenta como el piloto del cambio (Charles Powell), minusvalorando el papel de las luchas sociales en el advenimiento de la democracia. Juan Carlos ha sido un superviviente nato, que ha sabido navegar en mares procelosos, que paró sí, el 23-F, pero que quizá lo alentara buscando una alternativa a Suárez. En todo caso, con la monarquía asentada se sintió invulnerable y se comportó como un niño rico mal criado, sacando partido al peculiar capitalismo de amiguetes hispano, mientras los medios cerraban los ojos.

Se alega que no se puede confundir a la persona con la institución y que no se puede hacer responsable al hijo de la mala conducta del padre. Este último razonamiento, impecable en cualquier otro caso, es muy débil cuando hablamos de una institución hereditaria. La cuestión no es lo que haya hecho uno u otro, el problema es que no hay mecanismos de rendición de cuentas.

La falta de transparencia de la crisis deteriora a la institución. No, el lugar de residencia del padre del Rey, tercero en la sucesión a la Corona, no es una cuestión privada. La discusión entre República y Monarquía puede ser todo lo divisiva e inoportuna que se quiera, pero seguir como hasta ahora carcome la legitimidad toda del sistema político.

Sé que hoy, pese a las graves circunstancias en las que vivimos, a la suma de crisis que nos tienen al borde del abismo, es prácticamente imposible un nuevo pacto constituyente, quizá porque nos falte la amenaza de una revolución, el recuerdo todavía reciente de la guerra civil o el estímulo externo. Pero me atrevo a proponer como ejercicio teórico un nuevo acuerdo basado en una renovación monárquica (¿reinstauración?) a cambio de una democracia más responsable y social:

  • Monarquía transparente, con prohibición expresa de cualquier actividad económica privada, con publicidad del patrimonio de todos los miembros de la familia real y delegación del patrimonio particular del Rey en un fideicomiso nombrado por el Rey, con el acuerdo del Gobierno. Procedimiento de demanda civil (por ejemplo, por paternidad) ante el Tribunal Supremo. Eliminación de la precedencia masculina.
  • Blindaje de los servicios públicos.
  • Desarrollo de nuevos derechos fundamentales y reconocimiento de la efectividad directa de los derechos sociales frente a los poderes públicos.
  • Reforma fiscal progresiva que afecta a las rentas y los patrimonios.
  • Federalismo cooperativo.
  • Regeneración democrática, con eliminación de aforamientos y refuerzo de los procedimientos de rendición de cuentas y democratización interna de los partidos.

Los republicanos alegarán que ese pacto tiene trampa porque en el paquete de una democracia más profunda y social va impuesta la monarquía, como ocurrió en la Transición. Sinceramente creo que sería un justo quid pro quo, que nos permitiría vivir en un nuevo consenso.

Ciertamente, el procedimiento de reforma constitucional es muy exigente, aprobación de 2/3 en ambas cámaras, disolución, nuevas elecciones y nueva aprobación por las nuevas Cortes y finalmente referéndum. Un cambio constitucional de esta magnitud no se puede imponer por el acuerdo de los dos grandes partidos (como se hizo en la reforma del art. 135). Sería necesario un movimiento transversal entre todos los partidos, fruto de una laboriosa negociación en la que todos ganaran, a cambio de ceder, en otras posiciones. Y finalmente la última palabra la tendrían los españoles en referéndum.

En fin, un sueño.

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La Constitución es mi patria


Patriotismo constitucional

Ni banderas, ni escudos, ni religiones, ni ancestrales tradiciones (que como mucho tienen dos siglos). En una sociedad democrática y plural la Constitución es el punto de encuentro común, las bases para que todos podamos desarrollar nuestros proyecto personales y colectivos de manera pacífica.

La Constitución es la patria política, la polis común.El patriotismo constitucional,en la visión de Habermas, es la identificación y el compromiso con los valores de la Constitución, que nos hace ciudadanos y que nos reconoce derechos, pero también nos exige una activa participación y una serie de deberes cívicos.

La lengua, en este caso el español, es una patria global, que nos permite compartir marcos mentales con más de 400 millones de seres humanos. La lengua es la patria mental.

rNo soy de homenajes ni de celebraciones, pero valga  esta reflexión  personal ahora que la Constitución española cumple 40 años y por aquello de que uno no sabe si podrá celebrar los 50 (por los avatares políticos o la desaparición personal).

 Cuando estudiaba Derecho en los estertores del franquismo, estudiábamos y envidíabamos las constituciones de Italia o Alemania, nos explicaban instituciones como los tribunales constitucionales (una creación del genial Kelsen) o nos introducíamos con el emblemático libro de Elías Díaz en la idea del Estado social y democrático de derecho (pdf con un resumen del libro Estado de Derecho y Sociedad Dmocrática, de su autor).

Luego, en mis primeros pasos como periodista, aunque no hacía información política, seguí con pasión los debates constitucionales y vi con satisfacción como aquellas ideas estudiadas en la Facultad tomaban cuerpo en nuevas institucionales y, sobre todo, en una muy avanzada declaración de derechos civiles y políticos.

Hoy, 40 años después, la norma fundamental muestra un desgaste lógico, facilmente superable si el pacto constitucional se mantuviera vivo, pero no lo está.

El pacto constitucional

No hubo unas elecciones constituyentes, pero las de 1977 lo fueron de hecho. Las circunstancias económicas y políticas no podía ser más adversas: un terrible crisis económica, terrorismos varios, ejército y policía sin control.

Las diferencias entre las fuerzas constituyentes eran abismales, pero todos sabían que no se podía volver atrás, que no eran viables ni el franquismo ni la dictadura del proletariado, que había modelos de éxito, que nos encontrábamos en una determinada órbita geopolítica. Y, sobre todo, que la falta de acuerdo significaba el riesgo cierto del enfrentamiento civil generalizado. Por eso hubo pacto.

Unos cedieron cuando no les quedó más remedio, otros conquistaron todo el terreno que era posible. Las movilizaciones sociales fueron mucho más importantes que el cabildeo de los reservados de los restaurantes y Juan Carlos de Borbón no fue el agente decisivo, sino un navegador ambiguo sobre la marejada, pero es cierto que con él abiertamente en contra todo habría sido más difícil.

En mi opinión, hoy la relación de fuerzas entre conservadores y progresistas sería menos favorables para estos últimos.

Nuestra Constitución, a diferencia de la portuguesa de 1976, no promete abrir una camino hacia la sociedad socialista, pero establece los principios de libertad, igualdad, pluralismo y participación y -muy importante- asigna a todos los poderes públicos la función de hacer reales la libertad, la igualdad y la participación.

«Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.» (art. 9.2)

La declaración de derechos civiles y políticos (la Sección 1ª del Capítulo II) es avanzada, con reconocimiento de derechos entonces novedosos como la limitación de la informática para preservar la intimidad, o el derecho de acceso a los medios públicos de los grupos políticos y sociales representativos. Y sobre todo estas libertades públicas se convierten en verdaderos derechos subjetivos, con una protección judicial efectiva.

En ningún artículo se aprecian tan claramente los difíciles equilibrios como en el 27, que reconoce el derecho a la educación y la libertad de enseñanza y da base a la coexistencia de dos tipos de centros, los públicos y los concertados.

 Lógicamente, el desarrollo de estos derechos se remitía a la ley orgánica. Y ahí no siempre ha habido consenso y sí clamorosos incumplimientos de mandatos constitucionales. Un ejemplo, la ley orgánica que el art. 20 1.d) ordenaba no llegó hasta 1997 (Ley 2/97) y a la ley del secreto profesional todavía la estamos esperando (aunque la jurisprudencia ha llenado ese vacío).

En cambio, los derechos sociales y culturales quedaron rebajados a la categoría de principios rectores de la política social y económica, un marco de progreso, pero carente de una protección judicial efectiva, que se ha demostrado, sobre todo desde la Gran Recesión, como imprescindible.

Ciertamente, la monarquía fue una imposición, pero sin ella hubiera sido imposible el consenso. La monaquía parlamentaria, con un rey sin poder político, es perfectamente homologable. Pero ¡ojo!, los privilegios, los abusos y la identificación con los poderes económicos pueden poner en cuestión ese pacto, por mucho que un presidente de la República, en la actual fase de polarización, sería una trichera más de la batalla política y haría nuestro sistema todavía más inestable.

En el diseño institucional se copió de aquí y de allá. La moción de censura constructiva de la Ley Fundamental de Bonn. El Consejo General del Poder Judicial, del Consejo de la Magistratura de la Constitución italiana. El Estado autonómico es el desarrollo de los principios del Estado integral de la Constitución de la II República con aportaciones del federalismo alemán.

No, los consensos posteriores nunca fueron fáciles y hoy son casi imposibles. Pero el pacto constitucional se ha mantenido casi hasta ahora y eso nos ha permitido convivir y avanzar como sociedad.

La reforma de la Constitución

Nuestra Historia tiene muchas constituciones, pero pocas reformas constitucionales. Una reforma mantiene la misma legitimidad constitucional, los principios fundacionales, pero actualiza derechos y retoca, más o menos profundamente, las instituciones.

La Constitución requiere una reforma si no queremos que se degrade hasta hacerse inútil. Pero no nos engañemos, la mayor parte de nuestro problemas (la corrupción, el paro estructural, la deficiencias educativas, la degradación de los servicios públicos) no requieren cambios constitucionales y puede resolverse por pactos legislativos y, ante todo, por cambios en la cultura política.

Aquí un elenco de posibles reformas:

  • Derechos civiles y políticos. Retoques mínimos para adaptar, por ejemplo la privacidad al ecosistema digital, pero no abrir «melones» como el derecho a la educación y la libertad de enseñanza.
  • Derechos económicos y sociales. Conversión en derechos subjetivos exigibles ante los tribunales en la medida de lo posible. Una pensión, una prestación por dependencia o el derecho a una vivienda digna pueden ser reconocidos por los tribunales y su cumplimiento impuesto a los poderes públicos. El derecho a la negociación colectiva también. Pero ¿puede ser exigible ante los tribunales un puesto de trabajo?.
  • Regeneración democrática. Eliminación de aforamientos. Selección por mérito de los miembros de los órganos constitucionales y autoridades independientes. Refuerzo de las incompatibilidades entre mandatos políticos.
  • Monarquía. Eliminación de la prelación masculina. Eliminación de la inviolabilidad del monarca en actos privados, no en actos políticos que, por definición, no puede realizar, pues todos sus actos requieren la ratificación del gobierno y este es el responsable.
  • Laicidad. Lo más prudente sería no tocar el art. 16.2, pero denunciar los acuerdos con el Vaticano y hacer una nueva ley de libertad religiosa en la que quedara clara que la colaboración con cualquier religión lo es en la medida en que la acción de sus fieles e instituciones lo sea para hacer real la igualdad y la libertad. No cabe colaborar en el puro cumplimiento de los fines religiosos de un determinado credo, pero si prestaciones especiales (por ejemplo, menús particulares en establecimientos públicos) para respetar la libertad religiosa.
  • Encaje en la Unión Europea. Clarificar la jerarquía normativa con respecto a las normas europeas. Una reforma conveniente, pero no imprescindible.
  • Estructura territorial. Es la única reforma imprescidible, pero la más difícil, por no decir imposible. Apertura semántica a naciones en lugar de nacionalidades. Conversión del estado autonómico en estado federal. Conversión del Senado en cámara territorial con competencias exclusivas. Clarificación de las competencias entre el Estado central y las comundades federadas. Introducción de una cláusula de secesión: referedum con aprobación por mayoría absoluta del censo electoral, que solo se pueda celebrar cada 25 años.

La ruptura del pacto constitucional

No hay consenso para reformar la Constitución ni siquiera en asuntos menores en los que no hay desacuerdos profundos entre las fuerzas política, porque la oposición (cualquier oposición) en este marco de crispación no está dispuesta a dar ninguna victoría al gobierno (a cualquier gobierno). No digamos ya en los asuntos como la soberanía, la monarquía o los derechos fundamentales que requieren el proceso de modificación agravada: referedum, disolución de la cámaras, aprobación por las nuevas Cortes.

Nada queda del espíritu de consenso de la denostada Transición, que no era puro pasteleo, sino el convencimiento de que había que llegar a acuerdos porque nos jugábamos la pura supervivencia.

Defender la abolición de la repúbica, la independencia de Cataluña o la abolición de las autonomías no es, per se, una ruptura del pacto constitucional.  Es una propuesta de revisión radical, que exigiría un proceso constituyente.

Proponer la eliminación o recortes de derechos fundamentales es, en cambio, absolutamente incompatible con el sistema de valores de la Constitución, una propuesta que no puede ver expedito ningún procedimiento de avance.

Los independentistas catalanes han roto el pacto y la lealtad constitucional no por defender la idependencia sino por vulnerar la Constitución y los procedimientos que la garantizan. Esa ruptura y sobre todo la división social creada son muy difíciles de suturar. Alguna propuesta política habrá que realizar. No aceptarán una reforma federal, tampoco los nacionalistas vascos, que apuestan por el confederalismo. Solo una cláusula de secesión podría restaurar el pacto constitucional.

No hay término más manoseado que el de «constitucionalista». Las fuerzas que más alardean de ello son las que más han manipulado la composición del Tribunal Constitucional y otros órganos constitucionales, las que más derechos han recortado por vía legislativa.

No tiene sentido proponer, por tanto, frentes de fuerzas constitucionalistas. Los independentistas que han roto el pacto constitucional y la ultraderecha que quiere romperlo están o van a estar en los parlamentos. Cordones sanitarios frente a la ultraderecha solo puede funcionar en Francia, merced a su sistema centralizado, mayoritario a doble vuelta.

Será legítimo que a la izquierda y a la derecha se pacte con los que han roto o han querido romper el pacto constitucional, pero sin concesiones que supongan limitaciones de derechos o sean contrarios a los valores e instituciones constitucionales.

A España ya ha llegado la utraderecha neofascista que cabalga por Europa. Lo peor no es la representación que obtienen, lo peor es que los partidos de derecha aceptan su programa, sus propuestas dominan el debate público (con la complicidad de los medios) y el fascismo impregna poco a poco el imaginario social.

Sin frentismo, sin violencia callejera,  sin concesiones, sin una sonrisa ante un chiste machista, sin compartir ni un meme de odio, en movilizaciones cuando haya que defender derechos… ni un paso atrás, todos con la Constitución.

La segunda Restauración


Regreso a este espacio (a veces las exigencias de la vida real dejan anuladas las actividades de la vida virtual) con una reflexión en paralelo entre la primera Restauración (1874-1923) y el régimen democrático nacido con la Constitución de 1978 que,  a efectos retóricos, llamaré la segunda Restauración.

La idea es que nuestro régimen democrático sufre en estos momentos una sacudida semejante a la que supuso el Desastre del 98 para la primera Restauración.

La primera Restauración vino a poner fin al periodo convulso (1868-1874) en el que se ensayaron varios regímenes democráticos (la monarquía democrática de Amadeo, la república unitaria y la república federal). Se instaura una monarquía limitadan en la que la soberanía reside en el Rey con las Cortes. El monarca retiene funciones ejecutivas, entre ellas la decisiva de disolver las Cortes. La Constitución de 1876 incluye un elenco de derechos, en buena medida recuperados del periodo revolucionario, pero cuya eficacia queda condicionada al desarrollo legal, siempre limitador. El sufragio es censitario, es decir, los electores no son los ciudadanos sino los propietarios.

La esencia del régimen político de la primera Restauración era el turno de partidos y el caciquismo. Las élites se turnan en el poder: conservadores, representantes de los propietarios agrarios y del catolicismo tradicional, y liberales, representantes de las élites industriales y financieras y del libre pensamiento. El poder real se ejerce a través de una red clientelar cuyas terminaciones últimas son los caciques locales. El ministro de Gobernación realiza el «encasillado» estableciendo el reparto de escaños antes de los comicios.

El sistema funcionó hasta la pérdidad de las colonias en 1898. Entonces el país se preguntó sobre su propia identidad (los noventayochistas), pero sobre todo aparecieron las grandes cuestiones: la obrera, la regional, la militar, la religiosa. Los partidos del turno se fraccionaron, las reivindicaciones obreras fueron reprimidas violentamente, el ejército se convirtió en una fuerza desestabilizadora y no se encuentró el modo de encajar constitucionalmente las exigencias de autonomía de la burguesía catalana.

En definitiva, a partir del 98 entra en crisis la legitimidad del régimen, que sobrevirá hasta el golpe de Primo de Rivera, pero en medio del desafecto de las clases populares y de buena parte de las élites.

El régimen de 1978 es también una restauración en la medida en que reinstala la monarquía, pero se asienta en una legitimidad democrática concretada en el estado social y democrático de derecho. Junto a la monarquía, ahora meramente representativa, se introducen en la Constitución concesiones hacia los poderes fácticos, pero el balance es una democracia moderna y avanzada, comparable, al menos jurídicamente, con cualquier otra europea. En este sentido, denominar a este régimen segunda Restauración no deja  de ser injusto, pues pone en primer término y como elemento central la monarquía y sugiere una comparación con el régimen de democracia limitada de 1876, pero, en fin, seguiré usando aquí el término como digo a efectos retóricos.

El mayor paralelismo entre las dos restauraciones reside en el sistema de partidos. En la segunda el turnismo se ha convertido en bipartidismo. Las elecciones son libres y no se pautan desde un despacho ministerial, pero el sistema electoral, los medios de comunicación y el deseo de estabilidad del electorado nos han conducido a una situación en la que los dos grandes partidos no sólo dominan la administración, sino que quieren hacer valer sus políticas partidistas en todas las instituciones democráticas cuya independencia subvierten. Y por si fuera poco el caciquismo, siempre latente, se ha revitalizado en las redes clientelares de las autonomías.

La crisis ha roto uno de los pilares de la legitimidad: el estado social. El pacto social se ha roto y su manifestación más solemne fue la modificación  por la vía rápida para introducir el déficit cero. En estas condiciones no puede sino crecer la desafección popular, que hasta ahora había soportado el asfixiante bipartidismo y la corrupción clientelar. Pero se mantiene todavía otro pilar de legitimidad, que es el estado de derecho. El estado de derecho se encuentra también amenazado por la leyes represivas que quieren controlar un estallido social.

La monarquía, otro pilar de la legitimidad, más simbólico que real, también se resquebraja. El caso Urdangarín o la cacería del rey no son más que las manifestaciones más evidentes. La monarquía castiza de Juan Carlos o la tecnocrática de Felipe no ofrecen un modelo de identificación y unidad a los españoles. Perisiste la sagrada unión del altar, el trono y las armas, completadas últimamente con el papel de representante de los intereses de las multinacionales españolas.

Más de tres décadas después la Constitución de 1978 requería una reforma:

– Para actualizar la carta de derechos, agregar derechos de cuarta generación y mecanismos de efectividad de los derechos sociales:

– Delimitar con mayor precisión el estatus del monarca;

– Limitar los poderes de los partidos;

– Agilizar el funcionamiento de las instituciones constitucionales;

– Modificar el sistema electoral:

– Introducir mecanismos de participación popular interactiva;

– Convertir el estado de las autonomías en un verdadero estado federal;

– Precisar las transferencias de soberanía a la Unión Europa y establecer mecanismos de control democrático.

Desgraciadamente pienso que esa reforma no es posible. En este momento, dado el equilibrio de fuerzas, cualquier reforma constitucional serían regresiva.

Después del 98 la primera Restauración vivió casi un cuarto de siglo en crisis hasta que la legitimidad dictatorial de Primo de Rivera la suspendió y la legitimidad republicana la sustituyera en 1931. En nuestro caso, no se adivina más legitimidad alternativa que la que representa 15 M. El movimiento ha sido capaz de influir en la agenda social y mediática y proyectar nuevos valores, pero su carácter de red le hace de alguna manera autosuficiente e incapaz de aglutinar una alternativa política real mayoritaria.

No creo que esta segunda restauración viva una agonía de 25 años. En el siglo XXI el tiempo corre más deprisa.

(Gracias a los que hayáis llegado al final de este largo texto, en absoluto adapatado a la concisión, estilo directo y enlaces propios de la entrada en un blog. A veces uno necesita expresarse en un formato más tradicional.)

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