La revolución de las clases medias: del ciberespacio al espacio público


Vivimos un ciclo de movilizaciones sociales sin parangón desde los años 60.

Entonces, como ahora, parecía como sin el virus de las protestas saltara de un país a otro: movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos e Irlanda del Norte,  la primavera de Praga, revueltas estudiantiles en toda Europa occidental coronadas por su canto del cisne, el mayo parisino.

Ahora, el plena globalización, el ciclo actual presente dura ya varios años (y esto en una época de aceleración temporal) y tiene caracter casi universal: de las revoluciones árabes, a los indignados españoles, norteamericanos o israelíes, los estudiantes chilenos o las más recientes protestas de Turquía y Brasil. Su protagonista, la clase media. Y ahora, como entonces, su punta de lanza la juventud.

La clase media ha sido tradicionalmente el soporte de la democracia representativa. Su extensión ha garantizado la estabilidad social y política. El debate público vehiculado a través de los medios masivos se ha articulado en torno a los intereses de la clase media. Sin ser en exceso participativa, sus elementos más activos han nutrido los partidos políticos y ha suministrado masivamente los cuadros medios y técnicos que han permitido funcionar al estado de derecho.

Cuando en los 30 la clase media se vio amenazada, giró masivamente hacia el autoritarismo, alimentando los movimientos fascistas. Después de la guerra, el pacto social garantizó un moderado progreso y ascenso social a amplias capas populares, que ensancharon las clases medias.

Ese pacto social se ha roto en Europa (antes en Estados Unidos), mientras que en los llamados países emergentes, millones de personas llegan a la clase media. Mientras unos se empobrecen y ven como se destruye el estado del bienestar, otros aspiran a romper ataduras dictatoriales o culturales y a construir los servicios sociales que garanticen la igualdad y sirvan de eficaz ascensor social.

Esas demandas sociales no encajan en los designios del capitalismo financiero, pero más que contra el sistema económico los que salen a la calle se revuelven contra la élite política, contra su corrupción y su falta de representatividad. La democracia representativa tiene que repensarse si no quiere perder a las clases medias.

Las circunstancias son distintas en cada lugar y el éxito de las protestas también.

Es más fácil tumbar unas dictaduras decrépitas (Túnez, Egipto) que cambiar un sistema económico. Es más factible lograr reivindicaciones concretas (hipotecas) que cambiar el sistema político. Allí, como en Irán, donde un régimen religioso, pero con apoyo en las clases populares, se resiste, el movimiento se invisibiliza y luego vuelve a resurgir. Donde una dictadura reprime a sangre y fuego las protestas incipientes se termina en una guerra civil sectaria, como en Siria. Es más fácil lograr los objetivos cuando al frente del gobierno está una demócrata progresista (Dilma) que un conservador religioso autoritario (Erdogan). Y, por ahora, parece imposible una movilización de la creciente clase media en China, donde el estado combina eficazmente represión, vigilancia y control social del ciberespacio con un espectacular crecimiento económico.

El fulminante de las protestas es algún hecho concreto (la inmolación de un vendedor callejero, la subida del precio del transporte, la destrucción de un parque público), la movilización se genera en las redes sociales, pero no tiene efecto hasta que no conquista el espacio público.

En el ciberespacio se genera la discusión previa y, lo que es más importante, las emociones que alimentan la movilización que se organiza con las nuevas herramientas interactivas. Pero lo decisivo es conquistar la calle.

Y en la calle y en el espacio público tradicional (interrelación de los medios masivos y los agentes políticos y sociales) se juega el éxito de la revolución. Los jóvenes tuiteros egipcios o tunecinos cuentan ahora poco en países que se enfrentan a la integración de creencias religiosas que se pretenden absolutas en sistemas democráticos.

Quizá la mayor paradoja de nuestro tiempo es que el cibererspacio es, al mismo tiempo un espacio de libertad y un espacio de vigilancia y control; un espacio de creatividad y de explotación económica. Millones y millones de personas construyen sus vidas en una interacción continua, en general libre, pero vigilada por los estados y explotada económicamente por empresas con ínfulas tecnoutópicas, que ni siquiera pagan impuestos.

Los movimientos de los 60 rompieron algunas cadenas mentales, pero no cambiaron el sistema. Este ciclo de movilizaciones ha terminado con dos dictaduras, y ahora consigue un gran logro con el anuncio de un referendum de reforma política en Brasil. Veremos si Dilma Rouseff es capaz de sacar la iniciativa adelante y no naufraga en la procelosas aguas de la fragmentada política brasileña. En unos lugares las protestas se apagarán, en otros conseguirán victorias parciales.

Si las clases medias no encuentran satisfacción a sus demandas de progreso, igualdad y libertad, las mismas herramientas de movilización (lo hemos visto en Francia con las protestas contra el matrimonio homosexual) puede ponerse al servicio de la intolerancia, la xenofobia y el odio.

[Sólo un par  de fuentes. «Cómo se organizaron las manifestaciones callejeras en Brasil: la protesta en acción en las redes sociales» en el blog Crisis de Reputación Online de Carlos Víctor Costas (de donde he sacado también la foto) y el análisis de Manuel Castells, reseñado en Fronteiras do Pensamento, en la línea de su libro Redes de indignación y esperanza (Alianza, 2012)]

 

 

 

 

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El movimiento 15-M y la nueva esfera pública


Este fin de semana se ha levantado la acampada de los indignados en muchas plazas españolas. Durante cuatro semanas han ocupado  espacios públicos con alto valor simbólico y ahora quieren convertir en itinerante su protesta. La presencia del movimiento en el espacio público, en el espacio mediático y en el espacio virtual o ciberespacio delimita una nueva forma de configurarse la esfera pública en la que se desarrolla la vida democrática.

Jürgen Habermas acuñó el concepto de «esfera pública» hace tres décadas. En esencia, y dentro de su teoría general de la acción comunicativa, Habermas entiende por esfera pública un ámbito de deliberación pública que aparece en la Europa burguesa de finales del XVIII entre la vida privada y el ámbito estatal y que tiene dos instrumentos esenciales, los nacientes periódicos por un lado, y los cafés, salones y clubs, por otro.

Como ocurre con las grandes ideas, a partir de este concepto son muchos los estudiosos de las ciencias sociales que hacen su propia interpretación de esta teoría. En general, se concibe la esfera pública como el ámbito de deliberación en el que se discuten las grandes opciones y que permite que cristalice la opinión pública.

Durante el siglo XX ese ámbito de deliberación ha venido determinado por los medios de comunicación masiva, prensa, radio y televisión. Si en democracia el foro en el que se delibera para tomar decisiones es el parlamento, esa deliberación debe de estar conectado con la opinión pública y las decisiones deben hacerse llegar a la opinión pública para ganar su aceptación y, en definitiva, legitimidad. Esta ha sido la función de los medios, el «parlamento de papel» (y de las ondas).

La llegada de Internet parecía propiciar la fragmentación de esa esfera pública en comunidades aisladas por afinidades ideológicas, religiosas o  de intereses. He defendido que una de las misiones del periodismo cívico es unir esos nichos para reconstituir la esfera pública.

Las redes sociales pueden fomentar ese aislacionismo social, pero el movimiento del 15-M, como las revoluciones de Túnez y Egipto, están demostrando que puede convertirse en un elemento de conexión de los tres ámbitos que configuran hoy la esfera pública: el ciberespacio, el espacio mediático y el espacio público.

Las aplicaciones  de redes sociales ofrecen antes que nada una conexión con alguien con el que mantenemos algún tipo de proximidad (más o menos remota) o afinidad. Permiten compartir información, sí, pero sobre todo experiencias. Por eso pueden convertirse en un confortable nicho en el que vivimos con «los nuestros» e ignoramos (o vilipendiamos) a «los otros». Las experiencias compartidas invitan a una movilización propiciada por la instantaneidad y la interactividad. Es muy fácil movilizar a los nuestros y muy difícil llegar a los otros.

Cuando una corriente profunda remueve la sociedad las redes pueden sacarla a la luz. Y eso es lo que ha ocurrido con el movimiento del 15-M. Todos sabíamos del hartazgo y la indignación generalizada. Muchos periodistas extranjeros se preguntaban ¿cómo es posible que no estalle España con ese paro masivo? Y por fin llegó, si no una explosión, al menos una buena tormenta.

El movimiento 15-M pudo eclosionar debido, entre otros, a estos factores:

– Un nuevo relato de la globalización construido por obras como ¡Indignaos! o Inside Jobs

– La movilización propiciada por las redes sociales

– El trabajo de tres lustros de los movimientos altermundistas

Las redes sociales sacaron a la calle a los jóvenes de la primera manifestación y a los miles y miles que se fueron sumando después del intento de desalojo de Sol de la noche del 15 de mayo. Durante estas semanas las redes han alimentado el movimiento y en concreto Twitter ha sido la manifestación de su pulso y el aviso de emergencia ante cualquier intento de agresión. Las redes han sido el sistema nervioso de la protesta.

Pero hoy no estaríamos hablando si el movimiento no hubiera tomado la calle, y en especial un espacio público tan simbólico como la Puerta del Sol… La carga de los Mamelucos… la proclamación de la II Repúbica… el Km. 0 de la España radial…

Lo realmente revolucionario es la nueva forma de ocupar el espacio público. No es la primera vez que se establecen campamentos en la calle (por ejemplo, Sintel). Lo nuevo son dos hechos:

– Convertir estos espacios en ámbito de deliberación

– Y convertir en inaplicable la legislación de desarrollo de los derechos de reunión y manifestación.

Los derechos de reunión y manifestación son esenciales derechos cívicos, pero como todos los derechos, ni son absolutos ni pueden ejercerse sin una regulación, que equlibre su ejercicio con  otros derechos legítimos. El espacio público no puede ocuparse de manera permanente o de forma transitoria pero absoluta (aunque todo el mundo considera normal las fiestas populares, que cada 15 días la Castellana se convierta en un gran aparcamiento de los que acuden al fútbol, o que después de cada «victoria histórica» futbolística energúmenos se encaramen a fuentes monumentales y las dañen).

Esas normas que rigen desde la Transición no pudieron aplicarse (y menos la desmesurada decisión de la Junta Electoral Central) no ya sólo por prudencia y para evitar males mayores, sino porque los indignados en realidad estaban ejerciendo otro derecho más radical y más básico, un derecho último que entra en juego cuando los demás derechos quedan vacíos de contenido: el derecho de resistencia.

El movimiento es la expresión de la resistencia a la ruptura del pacto social y a sus consecuencias de creciente desigualdad y falta de futuro para una sociedad basada hasta ahora en un moderado ascenso social de las clases populares y medias. De ahí su legitimidad expresada por el apoyo masivo detectado por las encuestas.

Esa legitimidad no se habría logrado sin la presencia del movimiento en el espacio mediático. Un 72% de los españoles ha seguido estos acontecimientos y un 77%  lo han hecho por la televisión (Havas Media); un 52% lo conocieron a través de la televisión (The Cocktail Analysis). Por mucho que los acampados se hayan quejado primero de falta de atención y luego de manipulación, la representación general de los medios ha sido bastante equilibrada y positiva (cuanto más a la derecha, más negativa). Y, sobre todo, han mostrado su capacidad de organización, civismo, resistencia pacífica… que sin duda han sido factores esenciales para la legitimación del movimiento.

Hay acontecimientos que ocurren en el espacio público de los que nadie sabe. Otros que hacen bullir las redes sociales (por ejemplo, la burla por la desarticulación policial de la «cúpula» de Anonymus en España). Otros que se construyen para los medios masivos por políticos y agencias de comunicación. Sólo cuando se produce una conjunción e interrelación del espacio público, el espacio mediático y el ciberespacio el acontecimiento tiene capacidad de cambiar nuestra vidas.

La democracia nació en el ágora y el 15-M ha  recuperado nuestras calles y plazas como espacio de deliberación democrática. Ahora el movimiento se fracciona (o expande). Desde el punto de vista de las fuerzas de orden público estas pequeñas protestas son más manejables. Puede haber tentaciones por un lado y otro de forzar la cuerda y buscar el enfrentamiento. Sería un desastre. El bosque está muy seco y una chispa puede extender un incendio devastador.

(Algunas lecturas y fuentes complementarias. Un portal sobre Habermas. «La teoría de la esfera pública» de J. B. Thompson (pdf). Mi trabajo sobre Ciberacontecimientos (pdf). Otras entradas sobre el 15-M en este blog: El 15-M y la democracia líquida; Un programa de regeneración democrática; La Puerta del Sol no es la Plaza Tahir… por el momento)

Saturación informativa


En el último número de la Columbia Journalism Review encuentro un magnífico artículo, Overload! Journalism’s battle for relevance in an 
age of too much information, de Bree Nordenson, que plantea los retos que para el periodismo supone la sobreexposición informativa.

El autor hace una revisión de los estudios, artículos y libros que analizan las consecuencias de la saturación informativa en nuestra atención, en el modo en que estamos informado de las cuestiones de relevancia pública y en el negocio y la función del periodismo. Uno de los estudios de los que parte es el encargado por la agencia AP y al que ya me referí en la entrada Fatiga Informativa.

Aun con el riesgo de contribuir a esa universal cacofonía paso a hacer un resumen (libre) del artículo, sin entrar en detalle de citas, para lo que os remito al original.

Insatisfacción y pasividad informativa. El estudio encargado por AP puso demanifiesto una conclusión inesperada: los jóvenes, que consumen información preferentemente a través de los nuevos medios digitales, estaban deseosos de una información más en profundidad, pero la saturación informativa y la abundancia de herramientas de búsqueda y personalización, terminaban por paralizarlos. Cuanto más sobrecargados e insatisfechos estaban, menos esfuerzos hacían para encontrar esa información relevante y en profundidad que decían desear. A partir de este hecho, el artículo revisa los hechos y las implicaciones de esta sobresaturación. La ironía es que estos consumidores incapaces de cambiar sus insatisfactorios hábitos tienen a su disposición poderosos herramientas de control y personalización. La libertad de elección se convierte en la tiranía de la elección.

Hiperinformados sin contexto. En el mundo de los medios tradicionales, la cantidad de información venía dada por la capacidad de los soportes de publicación; hoy, la infpormación on line no tiene prácticamente límites de capacidad. Hay más de 70 millones de blogs y 150 millones de páginas web… En 2006 el mundo produjo 161 exabytes (un exa=1 millón de gigas), el equivalente a tres millones de veces la información contenida en todos los libros hasta ahora escritos. La mayor parte  de esta información nos llega elementalmente tratada en forma de titulares, actualizaciones y resúmenes, en un flujo de fragmentos de información sin relación unos con otros. Las empresas se han pasado al negocio de la información tratada elementalmente.

La información públicamente relevante se obscurece. Esta sobreabundancia pone en segundo término la información relevante. En los 60, el espectador de televisión no podia dejar de ver los informativos; hoy el consumidor, ante una enorme oferta de infoentretenimiento, puede dejar pasar las noticias. El descubrimiento casual de la información es cada vez más raro. El consumidor pasivo recibe cada vez menos información política.

Los límites de la atención humana. Como los ordenadores, los consumidores se informan mientras realizan otras muchas tareas. Como es lógico, nuestra atención se dispersa. El artículo cita a una serie de psicológos cognitivos que ponen de manifiesto algo que nuestra propia experiencia nos indica: sin una atención activa no hay conocimiento. Nuestro cerebro está preparado para pensar, analizar, diseccionar y crear, si nuestra actividad intelectual se limita a responder a un flujo de bits, a una estimulación constante, no aprenderemos ni conoceremos. Los que se informan on line muchas veces lo hacen mientras trabajan (doy fe con la caída de visitas a este blog los fines de semana).

La economía de la atencion. La información está por todas partes y nos llega de forma invasiva, como la publicidad, con la que compite. Los medios compiten no por una mejor información, sino por atraer esa atención saturada por unos estímulos exuberantes. Los medios corren el riesgo de asfixiarse en un entorno saturado de titulares y actualizaciones. En esta situación, el precio de la información decrece continuamente, en una deflación informativa que pone en peligro la supervivencia de los medios. Para sobrevir y cumplir su función pública, los medios deben aumentar el valor de su información, enriqueciendo y profundizando su contenido.

Implicaciones para la democracia. Vivimos en un entorno informativo caótico y sin referencias. El ciudadano se coloca en un nicho informativo y el espacio público se fragmenta. El periodista sigue estando obligado a dar una visión global de nuestro mundo. Hay que cambiar la metáfora del «gatekeeper» por la del guía que acompaña al ciudadano balizando el ciberespacio. El buen periodismo es el que coloca la información en su adecuado contexto. Este periodismo en profundidad crea nuevos mercados y nuevos públicos. Como ejemplo de las posibilidades de este periodismo en el mundo on line pone a la BBC, con su desarrollo multifacético y multimedia de las informaciones.

Para terminar recojo también de la Columbia Journalism Review el vídeo con el psicológo Gary Markus.

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