Democracia mediática, democracia digital


Ayer asistimos a una vuelta más de tuerca de la convergencia entre los viejos y los nuevos medios al servicio de la comunicación política. Barack Obama convirtió la Sala Este de la Casa Blanca en un Town Hall virtual.

Durante su campaña el candidato se enfrentó a las preguntas de grupos de ciudadanos reunidos en un ayuntamiento. Es una tradición muy norteamericana, que se remonta a los orígenes rurales de la República, seguida prácticamente por todos los candidatos y que, como acto de campaña, venía siendo reflejado desde hace dos décadas por las televisiones. Ahora, la novedad es que ese grupo de ciudadanos puede ser planetario (aunque, de hecho, es norteamericano) y ya no preguntan presencialmente, sino a través de la Red, usando en muchos casos el vídeo. Ni que decir tiene que si en los ayuntamientos los responsables de la campaña filtraban a los asistentes, normalmente entusiastas, ahora las preguntas son también controladas, y hasta el extremo de que es imposible la aparición del espontáneo agresivo, cosa imposible de descartar completamente en las reuniones presenciales.

Me remito al blog de la corresponsal de TVE en Washington, Ann Bosch,  y a su magnífica crónica en el Telediario de anoche. Puede verse también la transcripción de las respuestas y el vídeo del acto (que no consigo incrustar).

La democracia de la polis griega era una democracia directa, una democracia deliberativa que resolvía sus cuestiones en el ágora. Era también, una democracia ologárquica. En la República romana aparece un sistema de representación oligárgica, el Senado. Pero la apelación a la plebe supone, ya durante la República, la aparición de formas de comunicación populista y, luego con el Imperio, la política de «pan y circo», antecedente de nuestra sociedad del espectáculo. La democracia moderna es la democracia representativa. Lo que nació en la Inglaterra del XVIII como un sistema oligárquico de limitación de poderes del soberano, fue convirtiéndose en un sistema de alternativas políticas globales, propuestas por los partidos (mecanismos de organización social, hoy casi nada más que máquinas electorales) a los ciudadanos. El respeto de los derechos humanos y la división de poderes son notas esenciales de la democracia representativa. En la sociedad de masas los medios de comunicación han sido el mediador entre los ciudadanos y los partidos. La democracia informada, en la que un debate racional mantenido en la prensa y las tribunas pública conformaba la opinión pública, fue sustituida por la democracia audiovisual, creadora de imágenes mentales, símbolos y líderes telegénicos, donde lo esencial es mantener la aceptación en las encuestas y lograr el voto en la elección.

Ahora, la democracia digital establece un enlace directo entre los líderes y los ciudadanos. Con las nuevas herramientas interactivas ya no se trata de lograr una aceptación o conformar una opinión pública, sino de movilizar y crear lazos personales. El líder audiovisual ha tratado siempre saltarse la división de poderes y apelar a la opinión pública para ningunear al parlamento y la división de poderes. En realidad, en nuestras partitocracias audiovisuales, el gobierno domina el parlamento en virtud de la regla de las mayorías. Ahora, no sólo se establecer nexos inmediatos, sino que es posible movilizar y pedir opinión de forma interactiva. Sería un regreso a la democracia directa, pero no limitada a cuestiones cruciales, sino a un referendum interactivo permanente. Una posibilidad que convertiría nuestras sociedades en verdaderas veletas, en manos de los magos de la interactividad.

Ayer Obama jugó con los nuevos instrumentos, pero terminó recurriendo a los viejos medios, a la televisión. Con los nuevos medios, moviliza y establece vínculos y adhesiones. Con los viejos, conforma la opinión pública. El objetivo estratégico es superar la resistencia del Congreso a sus planes de reforma. Y es que el presidente de Estados Unidos es el líder investido de unos poderes más impresionantes, pero también es el jefe del ejecutivo más sometido a control del legislativo.

La nueva democracia, la fusión de la democracia audiovisual y la democracia digital, ofrece posibilidades para enriquecer la democracia representativa con elementos de democracia directa y democracia participativa. Pero también el riesgo  de una manipulación populista de la interactividad.

Anuncio publicitario

La esterilidad de un falso debate


Bueno, ya he terminado el primer asalto… el primer cara a cara «histórico»… Pues para este viaje no hacían falta tantas alforjas.

Cualquier democracia, representativa, directa o participativa se basa en la deliberación. La deliberación es el proceso por que, mediante el diálogo, el debate y la confrontación de ideas, opiniones y posiciones se determinan las opciones colectivas. En la democracia representativa -y la nuestra es básicamente una democracia representativa con algunas gotas de democracia directa y participativa- el parlamento es el espacio de deliberación por excelencia. El parlamento es el lugar para vencer dialécticamente, pero también para convencer al oponente y, desde luego, para convencer a la opinión pública. Nuestra tradición parlamentaria era la de los debates caóticos y desordenados, dominados a menudo por la irrupción de lo que se llamaba diputados «jabalíes»; pero también un parlamento de magníficas piezas oratorias -«Grande es Dios en el Sinaí, pero más grande es en el Calvario», Castelar; «España ha dejado de ser católica», Azaña- que eran verdaderos hitos de cambios históricos. La democracia del 78 no fue capaz de establecer procedimientos parlamentarios ágiles, los políticos ya no tienen formación oratoria y leen sus discursos y la disciplina de partido hace imposible convencer desde la tribuna al adversario, aunque en el trabajo parlamentario cuando los focos se apagan el pacto es posible. Pero, con todo, de vez en cuando, en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo salta la chispa del verdadero debate.

La televisión descubrió los debates entre candidatos en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1960. La teoría dice que John F. Kennedy ganó porque Nixon se negó a maquillarse… cuando en realidad es que Kennedy ganó porque encarnaba un cambio de generación. Desde entonces, la democracia se ha convertido en democracia mediática: el foro de las ideas y de la confrontación se ha trasladado a los medios. Y en esa democracia mediática, los debates electorales son la gran atracción. Ha habido grandes debates entre varios candidatos (no ha habido más que seguir los debates entre los candidatos demócratas en las primarias norteamericanas en curso) y magníficos debates entre dos candidatos. Nuestra democracia no es bipartidista, pero los debates cara a cara favorecen el bipartidismo. Pero aún así los debates entre los dos líderes de los grandes partidos (que no candidatos a la presidencia del gobierno, porque nuestro sistema es parlamentario) han sido la excepción. Para que existan estos debates, y salvo que una ley que los impongan, es necesario que los dos políticos perciban que algo pueden ganar y esto ha sido la excepción en la corta historia de nuestra democracia.

En estas circunstancias, los presentes debates se han vendido como un acontecimiento histórico. En realidad, se han construido como acontecimientos mediáticos y cómo acontecimientos mediáticos han sido más importantes sus prolegómenos, la pugna entre medios y las consecuencias extraidas por los medios que el acontecimiento en si mismo.

Se nos ha enseñado hasta el último detalle del decorado y a esta hora, pasada media hora de la media noche, los tertulianos habituales repiten con machacona disciplina que el «suyo» ha sido el ganador, el menos crispador, el más convincente… Y mañana vendrá la guerra de las audiencias. Y los especialistas que analizarán corbatas y gestos.

La realidad es que la normas pactadas por los partidos han sido un corsé tan rígido, un escudor protector de ambos, que todo se ha limitado a repetir las consignas habituales y los desencuentros sabidos, con un punto de indignación ensayada hasta la saciedad. Ni una chispa de verdadero debate. Ni un reconocimiento del adversario. Ni una rectificación. Ni siquiera un ataque de calado. Todo ha sido una confrontación ritualizada, que oculta datos básicos ¿Alguno ha hablado de la economía del ladrillo, responsable en gran parte del auge económico pasado y del parón económico actual? Penoso el debate sobre los desafíos del futuro, donde se ha terminado hablando de quién va en helicóptero a los entierros por los incendios forestales. Ni una gota de autenticidad; ni una gota de novedad.

La única virtualidad de este acontecimiento mediático puede haber sido encender el interés político; pero, ¡ojo! la repetición de estos eventos puede saturar, sobre todo si son tan aburridos como el de esta noche.

A %d blogueros les gusta esto: