Golpe de estado en Egipto, un análisis apresurado


Las cancillerías occidentales  andan pasteleando para evitar la palabra maldita, pero lo que ha ocurrido en Egipto es un golpe de estado en toda regla.

Golpe de estado militar

El desencadenante han sido las masivas protestas populares que comenzaron el día 30, pero son los militares los que han tomado el poder. Y lo han hecho con el manual tradicional: toma del palacio presidencial, detención del presidente, ocupación de la televisión, censura, detención de políticos.

El ejército egipcio ha reafirmado su papel tradicional y es impensable que no se convierta en el tutor de una salida civil. A Morsi se le puede achacar sectarismo, pero ha consumido gran parte de sus energías en poner a los militares bajo el poder civil. Habrá elecciones, nueva constitución, volverán a los cuarteles porque los tiempos no están para gobiernos militares, pero será muy difícil una real supeditación al poder civil. Los militares serán -como lo fueron en Turquía hasta que Erdogan rompió el lazo gordiano de su tutela- la fuerza política en la sombra y mantendrán su poder económico.

Golpe de estado militar con apoyo popular

Pocos son los golpes militares que no tienen apoyo de parte de la población. En esta ocasión puede decirse que es casi la mitad del país que no aceptó la legitimidad de un gobierno de los Hermanos Mulmanes. Las fotos clásicas de las juntas militares reunen a los comandantes del ejército, la marina, la aviación… Pero en Egipto en esa foto (simbólica, no física) están junto al general al Sisi, el líder religioso sunní Ahmed al Tayeb, gran imán del Al Azhar, el papa copto Tawadros II y Mohamed el Baradei, representante de los sectores más laicos y occidentalizados.

El Baradei fue y será el candidato ideal de occidente. Un hombre honrado (como lo demostró en la crisis de Irak), preparado, razonable y demócrata pero con escaso carisma, como se demostró tras la caída de Mubarak. Está por ver si las fuerzas más laicas le apoyarían en la política cotidiana, en el caso de ganara una elecciones presidenciales.

Los nueve millones de coptos se veían amenazados por la creciente islamización, pero que el líder religoso sunní más respetado apoye el golpe quiere decir que la «hermanización» de la sociedad, esto es la conversión de las redes sociales de los Hermanos Musulmanes en poderes estatales, ponía en peligro su poder e influencia.

Una transición no inclusiva

Todas las fuerzas políticas han jugado al todo o nada. La eficaz organización de los Hermanos les ha permitido vencer en referedums y elecciones. Con una influencia social digamos del 33% y con el apoyo del 10% de algunas fuerzas salafistas, los Hermanos han hecho una constitución a su imagen y ha intentado ejercer un poder absoluto, pero escasamente eficaz por la continua confrontación. El intento de Morsi de conferirse una inmunidad absoluta fue la gota que colmó el vaso.

Una nueva democracia no inclusiva a medio plazo se derrumba, pero a corto plazo puede funcionar si al menos se ha pactado una reglas del juego claras y aceptadas por todos. No ha sido el caso de Egipto, donde todo el proceso ha sido confuso y caótico y cada nuevo paso ha sido cuestionado por una parte.

La situación económica

Los medios occidentales están dominados por el enfoque islamismo vs laicismo. Pero se olvida que la revolución de hace dos años fue precedida por una oleada de huelgas y que la situación económica actual es calamitosa. La miseria también ha empujado a la gente a la calle. El próximo gobierno tendrá que lidiar con las exigencias del FMI que pide poner fin a los subsidios de los productos básicos. Una explosión social se llevará por delante al gobierno, del signo que sea, que se atreva a subir exponencialmente el precio del pan y el combustible.

Riesgos

Los Hermanos han recibido el mensaje de que nunca serán aceptados por los militares y los laicos. Lo decía un manifestante pro Morsi: «si ellos han dado un golpe de estado, nosotros lo daremos en cuanto podamos». Será muy difícil establecer ahora el consenso que debería de haber presidido la transición desde el principio.

¿Qué hará ahora los Hermanos Musulmanes?. Una opción es que un número significativo de sus partidarios lancen desde la clandestinidad una lucha militar contra el gobierno que salga del nuevo proceso. Sería una guerra civil a la argelina. Pero la situación de Egipto es muy distinta a la de Argelia. Desde un punto de vista militar, el territorio no es el más apto para una guerrilla jihadista. Más probable es que sus dirigentes se sumerjan en la clandestinidad y  a través de la influencia de sus redes de solidaridad hagan ingobernable Egipto.

El golpe, sin duda, reforzará la jihad global. Más jóvenes musulmanes de los suburbios de París o Londres, en Ceuta o Melilla, en Cachemira o Libia interpretarán que el islamismo político no tiene futuro, que sólo cabe luchar a sangre y fuego hasta el martirio por el califato universal.

Equilibrios estratégicos

El golpe supone un revés importante para Arabia Saudí y las monarquías del Golfo, el gran soporte de los Hermanos Musulmanes. Perder Egipto es un gran fracaso para la santa alianza sunní que pretende afianzar una interpretación rigorista del islam, acabar con los restos del viejo nacionalismo árabe (El Assad), marginar a las minorías chíies y neutralizar a Irán.

Y para Israel, un Egipto bajo tutela militar puede volver a ser el viejo aliado, siempre sensible a las demandas de sus servicios secretos. ¿Malos tiempos para Gaza?.

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Los Tsarnaev, restos del naufragio de la URSS, víctimas de la globalización


Reuters -Cortesía familia Suleimanova

Reuters -Cortesía familia Suleimanova

En un ejercicio de investigación fotográfica encontré con mis alumnos esta foto de la familia Tsarnaev, que creo apenas se ha publicado en España. Una imagen que nos das algunas claves para entender a los hermanos Tsarnaev y su periplo hasta los atentados de Boston.

La foto se debió de tomar en Kirguistán en torno a 1987, cuando Tamerlan no tendría más de un año y la URSS todavía no se había roto. Probablemente se hizo  para enviar a los abuelos del niño, pues la madre, Zubeidat, aparece flanqueada por su marido, Anzor (a la izquierda) y su hermano Muhamad Suleimanov (a la derecha). Una foto que, como tantas veces, nos habla, más allá del propósito con que fue tomada.

Zubeidat, la madre. Una mirada inquietante, en palabras de una de mis alumnas. Inquietante, insegura y sobre todo triste. Peinada con cierto desaliño, los ojos bien marcados. Vestida de negro, quizá con ocasión de un luto familiar, quizá por alguna muerte violenta. Es un personaje con un halo trágico, entre la modernidad y la tradición. Con el tiempo, adoptará una vestimenta musulmana estricta.

Anzor, el padre. Joven, decidido, seguro de si mismo, con una camisa moderna y hortera, un punto excéntrica, un gusto que luego heredará su hijo, tan parecido físicamente a él. Anzor, el hombre que parece haber dejado atrás la tradición y mira hacia delante.

Muhamad Suleimanov, el tío. Mirada fría, enérgica, impersonal. Luce su uniforme de oficial del ejército soviético. Es el ancla de la familia con el sistema de poder ruso- soviético.

Tamerlan. La mirada inocente del niño que ignora las vicisitudes de un destino que le llevara a convertirse en un desarraigado. Tamerlan, unn nombre que apunta al orgullo étnico checheno, no a la tradición musulmana.

Tamerlan y sus hermanos

Tamerlan y sus hermanos

Los Tsarnaev son una familia chechena, que como gran parte de la población de la república caucásica fueron deportados por Stalin durante la II Guerra Mundial, temeroso de una insurrección. Muchos perecieron en Siberia o en Asia Central, pero los Tsanaev se instalaron en Kirguistan, prosperaron y no regresaron a Chechenia, como otros muchos hicieron en los sesenta. En la foto familiar se evidencia la tensión entre modernidad y tradición y el vínculo que mantenía férreamente el equilibrio, el poder soviético.

A comienzos de los 90, en la época de la primera guerra chechena, Anzor emigra con su familia a Estados Unidos. Parece que tenía cargos importantes en Kirguistán, pero prefiere buscar una nueva vida como mecánico en Boston. Sus hijos crecen y se educan en Estados Unidos, pero la cultura chechena, el orgullo, el control familiar aflora con fuerza en el mayor (Tamerlan vigilaba la conducta de su hermana en el colegio). Y abraza una religión cada vez más rigorista.

Los hijos siguen en Boston mientras los padres regresan hacia 2010 a Rusia, en esta ocasión a Daguestán, la república rusa donde bullen los radicalismos islámicos (predicadores y guerrilleros jihadistas) más o menos erradicados por el salvajismo de Putin-Kadirov en Chechenia.

La madre se ha vuelto una musulmana devota, pero su hijo la piede más, la pide que lleve el hijab en casa, l0 que da lugar a enfretamientos con su padre y por fin a la ruptura de los esposos.

Los padres, hoy

Tamerlan convierte a su esposa norteamericana al islam y no consigue encauzar su vida. Su influencia sobre su hermano es grande. Todo parece indicar que se convierte en jihadista en un viaje a Daguestán.

Es imposible explicar los motivos últimos de la conducta de Tamerlan y Dzhokhar, pero cabe indicar algunas líneas contextuales:

– El desarraigo del hijo de la emigración, que en su lugar de acogida se considera extranjero, pero que en la patria familiar tampoco es aceptado.

– La reinterpretación descontextualizada de la tradición.

– El radicalismo islámico como signo de identidad.

– El deseo de venganza por el genocidio inflingido a los suyos,

– La atracción por convertirse en protagonista con una acción violenta, como otros jóvenes norteamericanos, desde Columbine a Newtown.

Victimarios y víctimas, al fin, de la disolución del imperio soviético, de la globalización, de la radicalización islámica y de una determinada cultura juvenil.

Algunos enlaces:

Reuters: Special Report: The radicalization of Tamerlan Tsarnaev

David Remnick en The New Yorker «The culprits»

Atlantic Wire: «What Did the Boston Bombers’ Parents Know?»

 

El odio se retroalimenta


¿Muerto el perro se acabó la rabia? No, la muerte de Mohamed Merah no es más que un nuevo capítulo de una historia de odio.

Merah incubó su odio en los banliues de la marginación. En la escuela se le dijo que era ciudadano de la República, pero su barrio era un gueto al que la República no llegaba más que en forma de represión policial. Un ministro del Interior (Sarkozy se llamaba) le dijo a él y a los chicos como él que eran basura. Le Pen y su hija le dijeron que él era «el otro», que ponía en peligro la República. Y otros políticos cuando llegaron las elecciones (otra vez Sarkozy) le dijeron lo mismo que Le Pen.

Los imanes también le dijeron que era distinto, que era «otro». Merah cambió su marginación en el orgullo del diferente. Si nos matan -en Palestina, en Irak, en Afganistán- mataremos. Y para matar fue instruido en tierras lejanas. Y mató sin necesidad de recibir órdenes de un comandante operativo.

Mató a compatriotas de su religión, que, pese a ser militares, puede que también se sintieran el «otro». Y mató a niños y maestros que al parecer se sentían también el «otro», pues fueron enterrados en la santa tierra de Israel, no en la laica Francia.

Merah hoy será un mártir –shahid– para muchos musulmanes. Su recuerdo alimentará el odio de muchos musulmanes y de muchos franceses, que se verán reafirmados en su odio hacia el «otro».

En cuanto pase el luto, el odio se hará presente en la campaña electoral: no consentiremos que el «otro» nos ponga de rodillas, reforzaremos la seguridad, los controles, la policía… la discriminación. Y los medios serán altavoz de las palabras de odio de los políticos.

El odio se retroalimenta. ¿Cómo podemos romper esta espiral?

 

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